«Jesús, acuérdate de mí cuando
llegues a tu reino».

Jesús le dijo:
«En verdad te digo: hoy estarás
conmigo en el paraíso».

Lc 23. 42-43

 

Del Evangelio según San Lucas

“El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!».

También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!».

Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».

Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino».

Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 35-43).

Última etapa

Hoy celebramos, en el último domingo del año litúrgico, la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Como el año litúrgico representa el camino de nuestra vida, esta experiencia nos recuerda -es más, nos enseña- que nos dirigimos hacia el encuentro con Jesús, el Esposo, que vendrá como Rey y Señor de la vida y de la historia. Estamos hablando de su segunda venida. En la primera vino en la humildad de un Niño acostado en un pesebre (Lc 2,7); en la segunda regresará en la gloria, al final de la historia, una venida que hoy celebramos litúrgicamente.

Pero hay también una venida intermedia, la que vivimos hoy, en la que Jesús se nos presenta en la Gracia de sus Sacramentos y en el rostro de cada «pequeño» del Evangelio. Es el tiempo en el que se nos invita a reconocer a Jesús en el rostro de nuestros hermanos, el tiempo en que se nos invita a utilizar los talentos que hemos recibido, a asumir nuestras responsabilidades cada día. Y a lo largo de este camino, la liturgia se nos ofrece como escuela de vida para educarnos a reconocer al Señor presente en nuestra vida cotidiana y para prepararnos a su venida final.

Una fiesta que revela el camino

El año litúrgico es el símbolo del camino de nuestra vida: tiene su principio y tiene su final en el encuentro con Jesús, Rey y Señor, en el Reino de los Cielos, cuando entraremos en él por la puerta estrecha de la «hermana muerte» (San Francisco). Pues bien, al comienzo del año litúrgico, el primer domingo de Adviento, se nos mostró de antemano la meta hacia la que dirigimos nuestros pasos.  Es como si, de cara a un examen, nos hubieran dado, un año antes, las respuestas a las preguntas; esto habría sido un examen amañado. En la liturgia, en cambio, es un don de Jesús, el Maestro, porque nos permite saber qué camino tomar (Jesús, Camino), qué pensamiento seguir (Jesús, Verdad), qué esperanza dejar que nos anime (Jesús, Vida, cfr. Jn 14,6).

Un rey en la cruz

El texto del Evangelio nos presenta al Rey en la cruz, entre dos ladrones. Si recordamos la entrada de Jesús en Jerusalén, en medio de cantos y danzas (cfr. Lc 19,28-40), nos asombramos de cómo se presenta al final, en el «trono” de la cruz. E incluso aquí se encuentra con un ladrón que se burla de su condición de rey: «¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti y a nosotros».  El otro, en cambio, dirá: «Acuérdate de mí cuando entres en tu Reino», reconociendo que Jesús es Rey. La fuerza de la realeza de Jesús está precisamente en lo que el buen ladrón ha captado: el amor. Un amor ilimitado, misericordioso, reflejo de aquella realeza con la que Jesús fue recibido en Jerusalén: «He aquí que viene a ti tu Rey. Es justo y victorioso, humilde, cabalga un asno» (Zac 9,9).

¿Él mismo o los demás?

Jesús no se pone a sí mismo en primer lugar, como exigían sus acusadores («Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!», v. 35); los soldados («Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!», v. 37); y el primer ladrón («¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros», v. 39).

Jesús no vino para ser servido, sino para servir; no vino para usar su poder, sino para donarse completamente por los demás. Para salvarlos. Ésta es la realeza de Jesús, y por eso no es comprendida. Es la realeza del amor, del perdón, del servicio, que Jesús ha traído y que, gracias a la Cruz, ha vencido.

 


Fiestas litúrgicas – Ciudad del Vaticano
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